jueves, 29 de junio de 2006

Mis animales y yo


Cuando no tenía uso de razón solía coger renacuajos y anguilas en los ríos asturianos. Luego se morían. No los enterraba. El primer animal que enterré fue "Yoyo", un hámster que sobrevivió a una caída desde mi antigua terraza, un tercero. Días después murió por "causas naturales" en su jaula blanca de dos pisos. Ahora pienso que fue porque tenía varios organos internos estallados. Lo enterré en el monte de El Pardo, pero no lloré. Por el primer animal que lloré cuando murió de inyección letal fue "Lara", una chucha de la calle que adoptamos en mi familia. El nombre no fue puesto por la Lara a la que Yuri Zhivago dedicaba sus poemas en el libro de Boris Pasternak, ni porque yo estaba enamorado de Julie Christie. Se lo puso mi hermana María porque le parecía "mono". Lara era lista y robaba pollos calientes directamente del horno recién abierto. Dormía en la pila de la cocina en los días calurosos porque el grifo perdía gotas y la empapaba de agua fresca. Nuestra cocinera vasca, Agapita, solía encontrarla por las mañanas con los ojos abiertos en la pila. La secaba y le daba galletas que compraba de camino a mi casa. Lara sabía ganarse a la gente. Dormía poco porque se rascaba y descubrí que tenía manchas debajo de la piel. La enfermedad era rara y contagiosa y fue sacrificada por la veterinaria de Puerta de Hierro, Rosa, una mujer nerviosa y simpática. Ese día lloré porque algo bueno había dejado de existir y eso es una pena. He tenido serpientes cazadas en el campo, tarántulas también cazadas, tortugas compradas que me miraban impávidas mientras leía a Konrad Lorenz tumbado en mi habitación, un conejo que se electrocutó royendo el cable de la lavadora nueva, sapos gordos, escolopendras que trepaban por el bote abierto, gusanos sin ojos, coleópteros de vivos colores, cobayas blancas y marrones, ratones de ojos rojos y mirada nerviosa y hasta una rata de alcantarilla con la cola muy larga. Cuando morían uno tras otro me daba lástima, pero no lloraba. En la playa solía capturar cangrejos y quisquillas para mi pecera de agua salada que tenía en mi casa de Somió. Los crustáceos solían escapar, no sé como todavía. Me los encontraba en la calella cerca de casa secados por el sol y aplastados por los coches. Su huida hacia el mar había llegado a su fin. Esa misma calella se iluminaba por las noches a la luz de las luciérnagas. Era como ver estrellas en la tierra y no tenía miedo de caminar solo. Ayer mi madre me regaló una planta.

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto [...]
(Comienzo de "La Metamorfosis" de Franz Kafka)

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio